sábado, abril 29, 2006

10.- Robertito Raskolnikoff, psicópata prevenido.

Robertito Raskolnikoff, aprendiz de psicópata, había sido diagnosticado como portador de esas tendencias en un análisis sanguíneo de killiclorianos bastante precoz, y trasladado de forma
preventiva, con cargo a la Seguridad Social del Imperio, al planeta Decápolis, el mundo-urbe más vigilado del universo conocido.

Diagnóstico acertado o profecía médica que su cumplió a sí misma, el caso es que a los pocos días de estar en aquel lugar, Robertito estaba muerto de ganas de matar a todo el mundo, pero no se atrevía ni siquiera a intentarlo rodeado de una vigilancia tan extrema, en un lugar donde las leyes hasta te obligaban a pasar la escobilla después de usar los WCs públicos para que quedara limpia la cámara instalada en posición estratégica, una sociedad con un aparato policial de respuesta tan rápida que los teléfonos del 091 se rumoreaba que iban equipados con taquiones.

Sintió que su ominosa existencia sólo llegaría a justificarse si lograba poner en marcha una explosión puntual de furia asesina, aunque luego fuera detenido y eliminado; una explosión tan furibunda y dañina como las circunstancias le permitieran. Eso se convirtió en la única razón de su existencia, y cuando, tras tres meses de trámites, le fue permitido comprar un cuchillo de carnicero con embotamiento de seguridad que eliminó clandestinamente afilándolo con las únicas piedras que pudo encontrar en todo el planeta-urbe: las decorativas de un jardín zen, el desesperado matarife frustrado buscó a toda prisa un lugar donde pudiera anotarse el mayor número de víctimas indefensas antes de sucumbir a la respuesta casi instantánea y, esperaba, letal de aquel omnipresente sistema policial. Vio una puerta junto a un cartel que rezaba "Guardería", y entró allí dando alaridos, enarbolando el cuchillo lleno de odio.

En Decápolis una Guardería es el lugar donde se incuban y almacenan los guardias clónicos a la espera de ser requeridos, nunca en cantidades inferiores a los diez mil. La explosión de violencia de Robertito Raskolnikoff fue breve, e infructuosa. Ni siquiera él sufrió daños físicos apreciables, salvo leves torceduras, y ahora pasea día y noche por las calles de aquella ciudad embutido en un cómodo y ortopédico mono de seguridad acolchado, que retiene sus miembros y le impide suicidarse o autolesionarse, lo que intenta a menudo.