sábado, abril 29, 2006

12.- Reverendo Eudosio Píspiler, apóstol de la vida eterna.

Una tradición de tolerancia, la inexistencia en aquella cultura del concepto de "Dios" y tan sólo unas creencias poco documentadas, y que los nativos se mostraban reacios a comentar, acerca de la reencarnación formaban un panorama para la labor misionera, si no fácil, por lo menos poco arriesgado a ojos del Reverendo Eudosio Píspiler, de la Iglesia Católica Transconciliar Versión 2.1., que acababa de desembarcar en Empsijosys, primer planeta de la Nebulosa Meta.

Sus primeros sermones y argumentos de conversión fueron escuchados por aquellos amables y tremendamente longevos seres en forma de oruga con una amabilidad no exenta de irónica indiferencia. Ni el amor, ni la caridad parecían muy necesarios para un pueblo que desconocía la enfermedad y la violencia, que vivía miles de años y para el que el alimento llovía del cielo, dos veces al día, en forma de unos copos dulzones que recordaban al maná.

Sólo el día que les habló de la muerte de Jesús, de su Resurrección al tercer día y de su Ascensión al Cielo, hechos sobre los que se fundaban las promesas para la Vida Eterna que habían recibido los cristianos, el Reverendo Píspiler noto que sacudía de algún modo la apacible y levemente burlona máscara que hasta entonces había percibido siempre en los pseudo rostros ocelados de los Empsijóticos. Mientras los asistentes al sermón se retiraban de la gran catedral gótica que, amablemente, habían construído para él por medio de telequinesis en sólo un día, el misionero acarició en privado la esperanza de que, de ahí en adelante, aquellos apacibles alienígenas se dirigieran al templo con una actitud bien distinta.

Y tenía razón; tras una corta asamblea, una gran multitud equipada con antorchas irrumpió en la catedral aquella noche, reduciéndola a cenizas. El reverendo Píspiler creyó llegada la hora del martirio, pero no recibió ningún daño de los pseudópodos de los nativos. Firme, pero suavemente, fue conducido a una cápsula espacial especialmente equipada que le aguardaba en el siempre vacío espaciopuerto, y que había sido fabricada ex profeso aquella misma noche.

Con mucho cuidado de respetar su vida, Eudosio Píspiler fue sometido a animación suspendida y lanzado al frío del espacio en una órbita sumamente excéntrica, que volverá a las proximidades de aquel sol de la Nebulosa Meta en el plazo estimado de diez mil años. Para entonces, estimaron los prudentes Empsijóticos, era posible que aquella especie y su civilización estuviera preparada para el mensaje que el humano les traía. Tal vez entonces pudiera serles útil.

¿Qué extraña nueva les llevó aquel misionero, que forzó a aquel tolerante pueblo a actuar con tanta decisión? La idea de que un seguidor de Cristo podía morir, resucitar al tercer día y ascender al cielo. No porque fuera muy novedosa: los empsijóticos mueren, libres de enfermedad y pena, por simple hastío de la vejez, tras unas vidas promedio de unos dos mil años. Al cabo de un tiempo, resucitan, y ascienden al cielo. Sus presencias energéticas, en forma de mariposas de plasma, pululan por toda la alta atmósfera y son las responsables de la recolección de la materia orgánica suspendida que cae en forma de maná sobre los poblados, hasta que después de siglos de labor, vuelven a tomar interés en la vida y ocupan las mentes de los nuevos cuerpos de oruga a medida que van eclosionando.

Pero después de su muerte, una oruga tarda un mínimo de cien años en resucitar, y entre tanto, interactúa con la ecología del planeta de muchas formas demasiado complejas para explicarlas aquí. Un plazo de resurrección de tres días hubiera colapsado completamente el equilibrio de su biosfera.

El reverendo Píspiler tardará un mínimo de diez mil años en saber que lo incompatible del cristianismo con aquel modo de vida no es la resurrección, ni es la vida eterna.

Es la prisa.