41.- Elmer Zenario, jinete de bestias voladoras.
Era valiente, astuto, y diestro con la espada y las riendas. Nadie le igualaba en la lucha y en la doma de las grandes bestias aladas que eran el orgullo de los jinetes del Límite Vertical en el planeta Dagón 13, en los bordes de Stigma Draconis. Pero, ay, Elmer Zenario, soldado de fortuna, era ya viejo, y corto de vista, y se dejaba llevar demasiado lejos por su gusto por la bebida.
Bien entrada una noche, a la salida de la Posada de la Fórmula tras una copiosa cata de la especialidad del establecimiento, se confundió de montura. Un incidente que en otras circunstancias podría, como mucho, generar un malentendido molesto con otro jinete, aquella vez tuvo consecuencias trágicas. El dragón volador que tomó por equivocación no estaba domesticado: era una hembra criadora, ansiosa por encontrar nuevas fuentes de nutrientes para sus hambrientos pequeñuelos. Llevaba varias noches probando aquel truco, con éxito y completamente desapercibida hasta que un par de semanas después fue descubierto su ardid por un celoso vigilante de las tasas de aparcamiento que harto de no poder localizar al dueño de aquel animal que llevaba acumulada una docena de multas, decidió seguirlo hasta su nido.
Había llegado ya la época de aprendizaje del vuelo, y la patrulla de la Guardia que asaltó el lugar no encontró ya en él dragones, ni jóvenes ni maduros. Sí estaba, en cambio, lleno de restos de sus víctimas: huesos mondos, harapos rasgados con violencia y raídos por la intemperie, fíbulas y vainas, espadas que para nada habían servido a sus dueños, y entre ellas, las placas vacías de la armadura de Elmer Zenario, esparcidas como cáscaras rotas de huevo en lo más desolado de un nido vacío.
Moraleja: si bebes no conduzcas. Y si te van a llevar, mira con quién te montas, que hay mucho bicho raro suelto.
Bien entrada una noche, a la salida de la Posada de la Fórmula tras una copiosa cata de la especialidad del establecimiento, se confundió de montura. Un incidente que en otras circunstancias podría, como mucho, generar un malentendido molesto con otro jinete, aquella vez tuvo consecuencias trágicas. El dragón volador que tomó por equivocación no estaba domesticado: era una hembra criadora, ansiosa por encontrar nuevas fuentes de nutrientes para sus hambrientos pequeñuelos. Llevaba varias noches probando aquel truco, con éxito y completamente desapercibida hasta que un par de semanas después fue descubierto su ardid por un celoso vigilante de las tasas de aparcamiento que harto de no poder localizar al dueño de aquel animal que llevaba acumulada una docena de multas, decidió seguirlo hasta su nido.
Había llegado ya la época de aprendizaje del vuelo, y la patrulla de la Guardia que asaltó el lugar no encontró ya en él dragones, ni jóvenes ni maduros. Sí estaba, en cambio, lleno de restos de sus víctimas: huesos mondos, harapos rasgados con violencia y raídos por la intemperie, fíbulas y vainas, espadas que para nada habían servido a sus dueños, y entre ellas, las placas vacías de la armadura de Elmer Zenario, esparcidas como cáscaras rotas de huevo en lo más desolado de un nido vacío.
Moraleja: si bebes no conduzcas. Y si te van a llevar, mira con quién te montas, que hay mucho bicho raro suelto.
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