viernes, mayo 12, 2006

33.- Herculín Prieto, detective privado a la antigua usanza.

Abandonó su Nueva Triana natal huyendo de la guerra; pasó de refugiado a investigador de moda en la alta sociedad galáctica, la que pasaba sus vidas y sus muertes en lujosos yates, en eternos periplos entre Tanelorn 7 y las playas de las Pléyades. Naves cómodas y seguras, donde la principal causa de mortalidad era el asesinato a manos de herederos: un nicho ecológico a medida para aquel neo-caló de piel aceitunada, casi negra, enjuto y nervioso, atildado y presumido, pero sagaz e infalible desentrañador de misterios, Herculín Prieto, el último detective a la antigua, sin ayudas telepáticas en los interrogatorios, ni cibernéticas en las deducciones.

Él se ufanaba de eso, aunque al mismo tiempo veía que su época pasaba rápidamente. Eran los años anteriores a los protocolos Psi: los ricos vedaban la entrada a los telépatas en sus yates y mansiones, y temían a la incorruptible policía androide más que a los mismos asesinos. Herculín Prieto vivía una muelle, aunque precaria, existencia entre caso y caso, perpetuo invitado de cruceros y fiestas de millonarios, un poco por su encanto social, un poco porque su fama podría ahuyentar intenciones asesinas de los herederos de turno. Iba de cóctel en cóctel, contando sus vivencias con amenidad y agudeza, y calificaba sus casos de mejor a peor, no por su dificultad o por su misterio, sino por cómo se atenían a las pautas clásicas. Coleccionaba y tasaba sus propias memorias, y dictaba sus historias a escritores principiantes: era el último de una raza ilustre, y todos lo sabían.

Su último caso fue, mientras lo investigó, el más satisfactorio y clásico de todos: "Los trece habitantes de la Luna Escarlata", una serie de misteriosos asesinatos en un asteroide-mansión donde, por una plaga local de agujeros de gusano, los vuelos de transbordo se habían suspendido y nadie entraba ni salía. Habían encontrado muerto al sargento mayor retirado Chewbacca Warrigan, propietario de la mansión, asesinado en el dormitorio con una Epilady. Luego hallaron el cadáver de John Lemon, último superviviente de la tribu Fruity, asesinado en la cocina con un exprimidor. La última de las víctimas había sido el sospechoso más evidente: Melkor Satán Hitler Rubalcaba, el conocido pirata Gargajiano, expulsado del penal de Hellraiser VII por mala conducta, había aparecido moribundo, asesinado en el retrete con un rollo de papel higiénico untado de curare, y expiró en los morenos brazos de Herculín tras revelarle con sus finales palabras los datos que lo conducirían al asesino.

Sólo quedaba el servicio: nueve criados y criadas de la poco conocida etnia Burjasita, pequeños seres bípedos de piel oscura y cara inexpresiva, silenciosos y eficientes. Uno de ellos era el asesino, y Herculín ya sabía cual. ¿Tendría cómplices? La anticuada biblioteca de la mansión decía de los Burjasitas que eran individuos sumamente honrados, y que aunque en ocasiones uno de ellos podía inclinarse hacia el mal, jamás en la historia de aquel pueblo un criminal había actuado de otra forma que no fuera estrictamente solitaria y furtiva, sin ayuda, tan incorruptibles eran sus congéneres.

El viejo sargento Warrigan había creído elegir bien el servicio para su asilo de alta seguridad, donde tenía el proyecto de acoger a ilustres perseguidos de la galaxia en un entorno donde nada tuvieran que temer a cambio de sustanciosas cuotas. Desgraciadamente, había un garbanzo negro entre sus contrataciones, y tres seres, entre ellos el sargento retirado del Space Opera Corps, habían pagado con su vida aquel error. Pero gracias a ello, el caso alcanzaba para Prieto una cota máxima de interés.

Con la identidad del asesino para él perfectamente clara, y con un grado muy razonable de seguridad sobre su falta de cómplices, Herculín Prieto podía culminar estéticamente toda una carrera detectivesca completando su colección de casos con su particular joya de la corona: un caso en el que se reuniera a todos los sospechosos, a ser posible en un salón o comedor de mobiliario clásico, tras lo cual el detective, acompañándose de una serie de monólogos y fintas sorpresivas, desenmascararía al asesino. El sueño de toda una vida para un amante de las formas tradicionales.

Así se reunieron todos en su presencia: nueve seres pequeños de tez oscura, callados, ante él, casi tan oscuro y tan pequeño como ellos. Cuando desveló el nombre del asesino ninguno se sorprendió. El sorprendido fue nuestro detective cuando se enteró de que la especie burjasita considera como individuos los grupos telepáticos de nueve seres separados, que forman una sola mente comunal.

Se había quedado a solas con el asesino, que para colmo le superaba ampliamente en número, y muy pronto fue expulsado al espacio sin escafandra, y una nueva víctima se descontó de aquel grupo restante de diez negritos.