24.- Mariamercedes Mejuchas y Romeo Fueraltiesto, amantes separados por el destino, y por la previsión.
Mariamercedes Mejuchas y Romeo Fueraltiesto eran enamorados secretos, hijos cada uno de los capos de dos facciones mafiosas enemistadas del planeta Triana. Triania había sido, siglos antes, una de las joyas de la Realidad Imperial Neoandalusí, pero en aquellas estapas de su decadencia final, las bandas organizadas habían adquirido gran poder e independencia de acción frente a los exangües gobiernos.
El odio crecía y la situación se encrespaba por momentos, y Mariamercedes y Romeo sabían que en breve plazo habrían de renunciar por siempre a su amor, o arriesgar el todo por el todo e intentar imponérselo a aquel mundo enfrentado.
Su ruego fue escuchado por la simpar Laïa Lasürderuk, gran Monitora del Espacio profundo, que captó telepáticamente el llanto tierno de la adolescente enamorada una noche que miraba triste las estrellas desde su balcón.
A diez mil pársecs de distancia, Laïa propuso a Mariamercedes sumirla en un profundo sueño indistinguible de la muerte, y prevenir mentalmente a Romeo para que no desesperara por la falsa tragedia, sino que fuera a rescatarla para desde entonces vivir felices y ocultos.
Mariamercedes se negó; no quería darle ese disgusto a su familia, ni quería renunciar a una reconciliación futura, y a una hipotética herencia, una vez ambas mafias familiares se vieran forzadas a reconocer los hechos consumados y se hubieran visto agraciadas con un nieto.
Lo que le pidió a Laïa fue lo siguiente: en aquel sector aún eran relativamente recientes, apenas una generación, las últimas incursiones reportadas de Naves Flaingzuchini. Esta extraña y solitaria raza de sabios locos acostumbraba abducir a especímenes de planetas atrasados y someterlos a todo tipo de extrañas pruebas físicas, molestas y humillantes, pero muy rara vez peligrosas. ¿Podría Laïa incitar telepáticamente a un Naomáster Zuchino para que acudiera a un punto determinado y abduciera a los dos amantes ante testigos? De esa forma no se podría culpar a ninguno de los dos bandos del rapto, y cuando reaparecieran a los pocos meses, a ser posible con su amor ya consumado y fructificado en un heredero de ambas facciones, Mariamercedes lograría cumplir todos sus deseos sin ninguna renuncia.
Laïa accedió, aunque avisándoles de que su intuición no la tenía tranquila al respecto, y de que no aceptaba ninguna responsabilidad posterior. Una madrugada en la que los dos amantes habían escenificado una torpe fuga, y estaban a punto de ser capturados por sicarios de ambos bandos en un claro del bosque, una nave cucurbiforme y verdosa se cernió sobre ellos y los atrajo a su interior con un rayo tractor de fatuos reflejos.
Mariamercedes había logrado de Laïa la de Mente Incomparable dos últimas concesiones: que controlara que los experimentos del Naomáster Zuchino no fueran dolorosos, y que un velo ocultara a sus memorias todo lo vivido durante su abducción. Laïa se negó a ir más lejos en su control del Zuchino por insondables e imprevisibles razones éticas.
Así, como si una venda se desligara de sus ojos, Mariamercedes y Romeo se vieron saliendo una noche por la pasarela del cucúrbito volante, de vuelta a un prado tranquilo de su Triana natal. Una farola en el centro del claro daba una tenue luz y mostraba la hora, la fecha y la temperatura cada veinte segundos. Habían pasado seis meses. Bajaron alegres, cogidos de la mano, dispuestos a afrontar el encuentro con sus dos familias, confiando en una distensión, sabedores de que seis meses dan para mucho.
En aquellos seis meses la desaparición de los dos herederos de las principales bandas había provocado una intensa guerra civil por la sucesión, iniciada con el asesinato de ambos líderes a manos de parientes de menor rango. Las traiciones de aliados seculares, los atentados durante los festejos de reconciliación, el veneno en las copas de las mesas de los negociadores, la disgregación en bandas enfrentadas, y las alianzas contranatura entre antiguos enemigos habían, sin duda, difuminado en gran parte el antiguo odio entre los Mejuchas y los Fueraltiesto: pero ninguna de esas antiguas familias existía ya excepto como vestigios diezmados y sometidos.
Mariamercedes se dio cuenta de que la ambición que la llevara a imponer su alambicado plan no sólo no había protegido sus intereses, sino que había destruído a su familia. Pero aún estaban Romeo, y ella, y el ser que sentía crecer en su interior; tendrían una larga lucha por delante antes de que su hijo pudiera reclamar su herencia, su derecho de nacimiento de jefe supremo de las bandas Trianias, pero aunque la tarea pareciera ímproba, estaban juntos, y sanos, y eran jóvenes.
Esto lo pensó justo el día antes de que se desatara el intercambio termonuclear global que fue el último acto de aquella guerra mundial de bandas. En aquel claro estaban lejos de los balncos principales. Romeo murió a las pocas semanas, vomitando sangre y dientes sobre su pecho manchado y hundido. Ella cubrió su fosa con flores de pétalos manchados y deformes, se sintió morir, perdió un mechón de pelo en cada contractura de su parto. No se atrevió a enfocar sus ojos ulcerados en el bulto que se desprendió de sus entrañas, que no había exhalado ningún llanto al caer sobre aquella tierra envenenada.
El bulto se levantó sobre sus dos pies y la miró. Era un niño perfecto y proporcionado, de facciones suaves y regulares, y una mirada de clara inteligencia enmarcada por aquel leve fulgor verde que su piel brillante exhalaba.
-Madre, estoy al corriente.- dijo el recién nacido, sin mover los labios, directamente a su mente-. Descansa, que yo cuidaré de ti, yo cuidaré de la tierra.
Ella se dejó caer en su jergón, mientras su hijo la lavaba y curaba sus hemorragias con sólo imponer su mano, y le hablaba de mil cosas hermosas, de mil mensajes de ayuda y consuelo que enviaba en ese mismo momento un poco a todas partes, y de mil planes que había concebido que devolverían la belleza a la naturaleza y la salud a la gente.
Ella sabía que las condiciones de aquel planeta infernal tendrían forzosamente que haber hecho mella en su hijo, pero sabía que una mutación como aquella era astronómicamente improbables. Entonces vio el emblema Zuchino tatuado en un talón del recién nacido, y se dio cuenta de que su hijo era parte de aquell experimento que no podía recordar, un regalo de despedida de aquel extraño sabio intrusivo, un regalo tan adecuado a las nuevas circunstancias que, si los Zuchinos no gozaban de precognición, era forzoso pensar que Laïa también había tomado parte en el asunto.
Cuando llegó a esas conclusiones, por algún motivo, una parte de su memoria oculta quedó desvelada, y Mariamercedes supo las exactas condiciones de nacimiento de su hijo, y el verdadero papel que había tenido en todo aquello el desdichado Romeo, y se le permitió también tener un atisbo del futuro, y se vio a sí mismo como lo que sería, la Madre Virgen de Nuestro Salvador, una figura que, desde entonces, y hasta el fin del tiempo, será venerada y cantada en todas las Iglesias de Triana.
El odio crecía y la situación se encrespaba por momentos, y Mariamercedes y Romeo sabían que en breve plazo habrían de renunciar por siempre a su amor, o arriesgar el todo por el todo e intentar imponérselo a aquel mundo enfrentado.
Su ruego fue escuchado por la simpar Laïa Lasürderuk, gran Monitora del Espacio profundo, que captó telepáticamente el llanto tierno de la adolescente enamorada una noche que miraba triste las estrellas desde su balcón.
A diez mil pársecs de distancia, Laïa propuso a Mariamercedes sumirla en un profundo sueño indistinguible de la muerte, y prevenir mentalmente a Romeo para que no desesperara por la falsa tragedia, sino que fuera a rescatarla para desde entonces vivir felices y ocultos.
Mariamercedes se negó; no quería darle ese disgusto a su familia, ni quería renunciar a una reconciliación futura, y a una hipotética herencia, una vez ambas mafias familiares se vieran forzadas a reconocer los hechos consumados y se hubieran visto agraciadas con un nieto.
Lo que le pidió a Laïa fue lo siguiente: en aquel sector aún eran relativamente recientes, apenas una generación, las últimas incursiones reportadas de Naves Flaingzuchini. Esta extraña y solitaria raza de sabios locos acostumbraba abducir a especímenes de planetas atrasados y someterlos a todo tipo de extrañas pruebas físicas, molestas y humillantes, pero muy rara vez peligrosas. ¿Podría Laïa incitar telepáticamente a un Naomáster Zuchino para que acudiera a un punto determinado y abduciera a los dos amantes ante testigos? De esa forma no se podría culpar a ninguno de los dos bandos del rapto, y cuando reaparecieran a los pocos meses, a ser posible con su amor ya consumado y fructificado en un heredero de ambas facciones, Mariamercedes lograría cumplir todos sus deseos sin ninguna renuncia.
Laïa accedió, aunque avisándoles de que su intuición no la tenía tranquila al respecto, y de que no aceptaba ninguna responsabilidad posterior. Una madrugada en la que los dos amantes habían escenificado una torpe fuga, y estaban a punto de ser capturados por sicarios de ambos bandos en un claro del bosque, una nave cucurbiforme y verdosa se cernió sobre ellos y los atrajo a su interior con un rayo tractor de fatuos reflejos.
Mariamercedes había logrado de Laïa la de Mente Incomparable dos últimas concesiones: que controlara que los experimentos del Naomáster Zuchino no fueran dolorosos, y que un velo ocultara a sus memorias todo lo vivido durante su abducción. Laïa se negó a ir más lejos en su control del Zuchino por insondables e imprevisibles razones éticas.
Así, como si una venda se desligara de sus ojos, Mariamercedes y Romeo se vieron saliendo una noche por la pasarela del cucúrbito volante, de vuelta a un prado tranquilo de su Triana natal. Una farola en el centro del claro daba una tenue luz y mostraba la hora, la fecha y la temperatura cada veinte segundos. Habían pasado seis meses. Bajaron alegres, cogidos de la mano, dispuestos a afrontar el encuentro con sus dos familias, confiando en una distensión, sabedores de que seis meses dan para mucho.
En aquellos seis meses la desaparición de los dos herederos de las principales bandas había provocado una intensa guerra civil por la sucesión, iniciada con el asesinato de ambos líderes a manos de parientes de menor rango. Las traiciones de aliados seculares, los atentados durante los festejos de reconciliación, el veneno en las copas de las mesas de los negociadores, la disgregación en bandas enfrentadas, y las alianzas contranatura entre antiguos enemigos habían, sin duda, difuminado en gran parte el antiguo odio entre los Mejuchas y los Fueraltiesto: pero ninguna de esas antiguas familias existía ya excepto como vestigios diezmados y sometidos.
Mariamercedes se dio cuenta de que la ambición que la llevara a imponer su alambicado plan no sólo no había protegido sus intereses, sino que había destruído a su familia. Pero aún estaban Romeo, y ella, y el ser que sentía crecer en su interior; tendrían una larga lucha por delante antes de que su hijo pudiera reclamar su herencia, su derecho de nacimiento de jefe supremo de las bandas Trianias, pero aunque la tarea pareciera ímproba, estaban juntos, y sanos, y eran jóvenes.
Esto lo pensó justo el día antes de que se desatara el intercambio termonuclear global que fue el último acto de aquella guerra mundial de bandas. En aquel claro estaban lejos de los balncos principales. Romeo murió a las pocas semanas, vomitando sangre y dientes sobre su pecho manchado y hundido. Ella cubrió su fosa con flores de pétalos manchados y deformes, se sintió morir, perdió un mechón de pelo en cada contractura de su parto. No se atrevió a enfocar sus ojos ulcerados en el bulto que se desprendió de sus entrañas, que no había exhalado ningún llanto al caer sobre aquella tierra envenenada.
El bulto se levantó sobre sus dos pies y la miró. Era un niño perfecto y proporcionado, de facciones suaves y regulares, y una mirada de clara inteligencia enmarcada por aquel leve fulgor verde que su piel brillante exhalaba.
-Madre, estoy al corriente.- dijo el recién nacido, sin mover los labios, directamente a su mente-. Descansa, que yo cuidaré de ti, yo cuidaré de la tierra.
Ella se dejó caer en su jergón, mientras su hijo la lavaba y curaba sus hemorragias con sólo imponer su mano, y le hablaba de mil cosas hermosas, de mil mensajes de ayuda y consuelo que enviaba en ese mismo momento un poco a todas partes, y de mil planes que había concebido que devolverían la belleza a la naturaleza y la salud a la gente.
Ella sabía que las condiciones de aquel planeta infernal tendrían forzosamente que haber hecho mella en su hijo, pero sabía que una mutación como aquella era astronómicamente improbables. Entonces vio el emblema Zuchino tatuado en un talón del recién nacido, y se dio cuenta de que su hijo era parte de aquell experimento que no podía recordar, un regalo de despedida de aquel extraño sabio intrusivo, un regalo tan adecuado a las nuevas circunstancias que, si los Zuchinos no gozaban de precognición, era forzoso pensar que Laïa también había tomado parte en el asunto.
Cuando llegó a esas conclusiones, por algún motivo, una parte de su memoria oculta quedó desvelada, y Mariamercedes supo las exactas condiciones de nacimiento de su hijo, y el verdadero papel que había tenido en todo aquello el desdichado Romeo, y se le permitió también tener un atisbo del futuro, y se vio a sí mismo como lo que sería, la Madre Virgen de Nuestro Salvador, una figura que, desde entonces, y hasta el fin del tiempo, será venerada y cantada en todas las Iglesias de Triana.
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