sábado, abril 29, 2006

21.- Porfirio Pelonpetxo, playboy primario.

Porfirio Pelonpetxo era un hombre al que no le avergonzaba exhibir sus sentimientos: si sentía que tenía ganas de rascarse los huevos en público, lo hacía. Si se sentía disgustado por una mujer, le daba una paliza.

Había sido elegido por la revista Machomán como el play boy del año doce veces consecutivas; el tiempo que no pasaba en la cárcel por sus abusos y su activismo homófobo multireincidente, se ganaba la vida con exclusivas, conferencias y sablazos a ricachonas.

Porque había dos cosas en Porfirio que nadie discutía: una, que era un macarra asqueroso y hortera y con más malas entrañas que un pirata gargajiano con peritonitis, y dos, que un gran porcentaje de mujeres que lo consideraba odioso, zafio y repugnante, cuando tenían ocasión se le metían en la cama, porque las mujeres tienen una cosa en común con los hombres: son idiotas.

Pero Porfirio se cansaba pronto de cualquier mujer, aún de la más despampanante. Y tenía una extraña preferencia, cuando se lo podía permitir, por las mujeres de aire discreto y espiritual. Esas calladas y misteriosas telépatas de ojos enigmáticos; nunca había podido seducir a una de ellas, y hubiera dado algo. Desgraciadamente, cuando cualquiera de ellas establecía el más mínimo contacto mental con él, en respuesta a sus intentos de acercamiento, indefectiblemente salían corriendo y en ocasiones vomitando.

No mejoraba su presentabilidad telepsíquica el hecho de que Porfirio antes de cualquier inicio de conquista que le importara lo más mínimo solía relajarse pegándole una paliza brutal al primer tipo con pinta de maricón que se encontrara en un lugar aceptablemente solitario (los criterios estéticos por los que se guiaba a la hora de etiquetar como "maricón" a un sujeto era bastante amplios, e incluían a varones bien educados con gafas que pasearan perros de pequeño tamaño o llevaran un libro en la mano), y durante las cortesías introductorias de rigor en el cortejo, que le aburrían un poco ("chati, qué haces?"; "te subes a mi deportivo?"; etc.") tendía a evocar esos momentos de relajación y ejercicio físico para distraerse.

Los años pasaban, y aunque Porfirio seguía teniendo tanto éxito como siempre, veía que la tersura de su tez y otros brillos de la juventud que para determinadas conquistas son muy convenientes se iban difuminando bajo una capa de sudor y poros maquillados, y su anhelado éxito con una dulce telépata se le resistía. En ese momento se presentó en su vida la simpar Laïa Lasürderuk, la Gran Monitora del Espacio Profundo, cuya belleza se dice que aún se canta encriptada en las señales de los púlsares exteriores.

La inescrutabilidad inquietante, pero cautivadora de todos los telépatas era aún más acentuada en la gran Laïa Lasürderuk; esa inestabilidad con la que todos ellos pagan la sensibilidad a todas las mareas de pensamiento que les abordan, a todos los enigmas y tragedias, era en Laïa aún mayor y más desmesurada. Sus enormes poderes la hubieran arruinado en plena juventud, como a tantas otras, si no hubiera desarrollado un peculiar y efectivo mecanismo de escape, una continua dedicación al placer.

Era una mala racha para Laïa: había sido testigo del último canto de agonía de una estrella pensante, había recogido la oleada de dolor de una guerra total en la otra cara del Universo, al ir andando al trabajo había pisado una caca de perro y había echado a perder unos zapatos carísimos. Tal vez Porfirio creyó que era mérito suyo, pero sólo estuvo en el lugar indicado en el momento justo.

Después de una noche de dulces embates amorosos, los amantes se quedaron dormidos uno junto al otro. Laïa, la ardorosa, despertó de pronto en plena madrugada, ansiosa de ser abrazada por unos brazos velludos y musculosos, de sentir el peso de un hombre sobre ella, de notar cómo un varón acariciaba sus entrañas con la justa combinación de suavidad y firmeza, con un ritmo cada vez más rápido.

A su lado, Profirio despertó de pronto, ansioso de ser abrazado por unos brazos velludos y musculosos, de sentir el peso de un hombre sobre él, de notar cómo un varón acariciaba sus entrañas con la justa combinación de suavidad y firmeza, con un ritmo cada vez más rápido. La capacidad para proyectar pensamientos, incluso inconscientemente, de Laïa la incomparable se manifestaba aquella noche en todo su esplendor.

El pobre hombre, aterrado por la fuerza de aquel impulso, se levantó desnudo de la cama y estuvo a punto de saltar por la ventana excitado por la imagen holográfica gigante de un cow boy que anunciaba chicles de nicotina bajos en nicotina y alquitrán. Después, sólo ataviado con una toalla que no era suya, salió corriendo de aquella suite de hotel, buscando un lugar solitario para poner en orden sus ideas, aunque parece que se le medio insinuó al recepcionista, un hombre calvo de mediana edad, un divieso en la nariz y pelos en las orejas, que entretenía sus largas noches de guardia componiendo poemas, no muy buenos.

A tan corta distancia, y emitidos con tanta emoción, un intelecto tan somero como el de Porfirio no podía borrar esa impronta ni en millón de vidas. Muerto de asco y desprecio por sí mismo, el play boy legendario desapareció misteriosamente de la escena pública, y las versiones sobre su destino final son contradictorias, desde las que sostienen el suicidio hasta las que opinan que ingresó en una orden misionera de la Iglesia Transconcilar Versión Beta. La versión más autorizada, que defiende el escritor de best sellers Xoota-Xoota-B-Ntez en su libro "Olé mis cojones: el último macho alfa y omega" es que, abrumado por oleadas intensas y contradictorias de homosexualidad masculina, autoodio, autoengaño, autoerotismo y automovilismo, Porfirio Peloenpetxo perdió la vida en un accidente de tráfico cuando intentaba practicarse una autofelación mientras conducía por una autopista de autojets, actitud aún más peligrosa que hablar por el teléfono móvil mientras sacas fotos y te cortas las uñas, que también eso se ha visto en gente al volante.

Laïa estaba acostumbrada a mirar cara a cara a los mayores enigmas del universo, así que no se extrañó demasiado de la espantada de aquel amante, y dormitó unos minutos mientras su tiempo discurría, y la iba acercando a aquel destino suyo, extraño y glorioso, aunque patético, que el Universo le tenía reservado, y que tantas veces hemos oído cantar y lamentar.

Su deseo seguía intacto, así que sesenta plantas más abajo, el recepcionista calvo abandonó de súbito sus lamentables ripios dedicados a una lejana princesa de asteroide porque sentía un impulso irrefrenable de abandonar su puesto y subir a aquella suite.