30.- Merscita Nennito, ejecutora de pervertidos.
Se ofrecía en todo tipo de páginas de encuentros: podía ser una ex-modelo ninfómana, un obeso piloso y pasivo, un preadolescente de doce años necesitado de iniciación, un morfogenético proteico multiforme con fijación por los tentáculos con ligas malva, ofreciendo y buscando satisfacción sin ataduras. Tenía muchos modos ingeniosos de ganarse la confianza de sus víctimas, de pasar los diversos controles que establecía cada uno hasta al fin concertar una cita. Luego, el veneno, la droga hipnótica y un oportuno incendio, un disparo a distancia desde la penumbra, le daban la única satisfacción que ansiaba, y unos pocos días más volvia a sentirse en un mundo un poco más limpio, dulce e inocente, hasta que los efluvios de la suciedad interior de aquella gente asquerosa que la rodeaba volvía a revelársele, en cualquier gesto, en una mirada furtiva, en la negra raíz de la música que escuchaban los jóvenes, y se sentía de nuevo empujada a traer un poco de paz, de pureza, de higiene al mundo, aunque para eso de nuevo tuviera que volver a bajar a los infiernos de aquellos sucios lugares de contactos.Pero veía que se hacía vieja, y cada vez le era más difícil convencer a aquellos sucios para que dieran la cara, y en las ocasiones en que sus planes requerían sacar adelante una cita, ya no siempre su potencial pareja la encontraba satisfactoria para ir más allá del encuentro de cafetería y quedarse con ella a solas. Tuvo suerte cuando dio con aquellos kits abandonados, ya ilegales, de androides de busqueda y ejecución durante el traslado de los almacenes de la antigua sede policial donde ejercía funciones administrativas: los inventarios no los recogían, y le fue fácil ocultarlos y acabar como su poseedora.
Vampirizando y aprovechando piezas de muchos kits distintos, pudo ensamblar y programar un solo Roboexecuter en bastante buen estado. Tenía conocimientos suficientes para introducirle unos nuevos parámetros de selección de presas, y alli volcó todo el caldo bullente de odios y oscuros prejuicios que la devoraban describiendo su presa ideal, un ser inmensa, indescriptiblemente cruel, insano y sucio.
Su actividad de ejecutora sería ahora una caza coordinada. Su siguiente presa la esperaba, quién sabe si con una caja de bombones y grandes expectativas, en unas horas en la otra punta de la ciudad. Esta vez moriría antes de siquiera verla. Dio una pistola de nanodardos al Roboexecuter y lo dejó irse. Ella se tomaría su tiempo para ir guapa a su cita.
Una hora después cruzó la puerta de su casa y su cara recién maquillada estalló en mil pedazos de rojo por un certero disparo del androide, que llevaba todo ese tiempo esperándola en el jardín. Tal vez cometió algún error al programar a su ayudante, tal vez sus definiciones de lo que era sucio, cruel, loco y perverso estaban demasiado teñidas de sus emociones y el robot llevó demasiado lejos la capacidad de comprender los patrones inherentes al identificarla con una presa.
O puede que fueran unas definiciones perfectas y asépticas, y el programa del ejecutor simplemente las aplicó de forma estricta, procediendo por orden de importancia con el individuo loco y pervertido más peligroso que conocía.
Para indagar en aquel programa tendremos que basarnos, necesariamente, en indicios, como el comportamiento posterior del robot asesino. No podremos examinar las memorias, y nunca lo sabremos a ciencia cierta, porque una vez el androide comprobó fehacientemente la muerte de su primera presa, dirigió la pistola contra su propio cerebro artificial y se lo voló.
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