miércoles, mayo 24, 2006

36.- Barringer Zeta, descubridor de una preciosa y mortal naturaleza muerta.

La entrada de ingresos, aunque con altibajos, se mantiene, pero sólo los hosteleros más cínicos pueden sostener que la Luna de la Vieja Tierra conserve el encanto que la hiciera una vez la meca del turismo de mil mundos. A la desaparición del horizonte de su mal llamado Hemisferio Visible de aquella hermosa esfera azul que aún sigue apareciendo en los cuadros luminiscentes que se venden de recuerdo a los turistas de gustos más vulgares se unen los problemas para disimular a los ojos de los más viajeros más exquisitos las decenas de siglos de ocupación humana en uno de los mundos más poblados de la galaxia, una multicolmena abigarrada de consumidores irresponsables y especuladores inmobiliarios que, para colmo, carece de atmósfera, y por tanto, de una compasiva erosión que vaya disimulando las transgresiones continuas. Las rodadas de los autobuses turísticos han aplastado hasta la última huella de antiguos astronautas en los primeros parajes históricos de exploración; los niños abollan a puntapiés las patas de apoyo de los restos de los módulos lunares; la placa que conmemora el primer alunizaje está llena de pintadas guarras; los gamberros pegan mocos en los instrumentos ópticos abandonados en las primitivas sondas Surveyor; los cráteres abarrotados de latas de cerveza deslumbran a los pasajeros de los cruceros fotográficos orbitales y en los mares lunares que antes fueron tranquilas y eternamente áridas planicies de lava vítrea, los vertidos de desechos lubricantes resistentes al vacío permiten, por primera vez en eones, practicar el surf y el patinaje, por lo que los fines de semana se llenan de gamberros que se sirven la baja gravedad para hacer piruetas, y aprovechan los nuevos trajes de polimaterial transparente para marcar paquete enseñando el tanga de leopardo.

Pocos paisajes de la Luna de la Tierra conservan hoy en día su prístina pureza. Hasta el polvo original depositado durante millones de siglos de impactos de micrometeoritos ha sido excavado hasta el basalto primigenio para aprovechamientos industriales en la mayor parte de las áreas transitables. Quedan muy pocos lugares en los que uno pueda contemplar la naturaleza muerta que emocionara a Armstrong, a Aldrin o a Harriman en según qué universo alternativo, y naturalmente, cuando un aventurero, un moderno explorador de los caminos lunares se topa con uno, rara vez resiste la tentación de dejar testimonio de su paso, ya sea informando de sus coordenadas en los foros de Teranet, los más sensibles, o la mayoría, haciendo cosas del estilo de escribir con su bastón de trekker el lema "MANOLO XXIII ESTUBO AQUÍ" en letras de seis metros de ancho para que sean visibles desde la órbita. En ambos casos el resultado es el mismo, y el paraje virgen se arruina irremisiblemente.

Por eso mismo el Café Regolito tiene tanto atractivo: es el único local de la Luna que ofrece vistas a uno de los parajes naturales de más belleza y más perfectamente conservados del antiguo satélite de la Tierra; afortunadamente, el turismo masivo no ha echado a perder el encanto del lugar: no es muy accesible. Hay que atravesar en un traqueteante funicular minero más de mil kilómetros de túneles protegidos contra la radiación y excavados a gran profundidad en la corteza, tras lo cual una ascensión vertical de más de cuatrocientos niveles nos lleva a la serie de geodas y cavidades naturales interconectadas que, enterradas en el lateral de un anfractuoso acantilado, forman el Café Regolito. Aunque el lugar es encantador y repleto de objetos interesantes, naturales y manufacturados, la mayor parte de la poca gente que viene por aquí lo hace por la vista: a través de sus angostos ventanales de vidrio de óxido de plomo se despliega una hondonada prístina, nunca hollada por pie alguno, donde los rayos de luz afilados y sin matices de un sol sin atmósfera arrancan destellos deslumbrantes a un completo paisaje de cristales de roca de colores inusitados, naranjas, índigo y cobalto, turquesa, ámbar y rojo rubí, depositados allí en incontables eras de actividad volcánica y meteórica. Los colores refulgentes al sol de los cristales tienen como marco neutro y estable una amplia extensión de fino regolito gris, un polvo suave y mate que no muestra más marcas, incluso en escáneres ampliados, que la primordial trama fractal de microcráteres que se ha ido conformando desde el principio de los tiempos.

A este paraje se lo llama la Cañada de Barringer. Nadie ha hollado nunca esa naturaleza muerta, ni hay temor de que se haga alguna vez. En un rincón de privilegio de los pintorescos muros del Café Regolito se expone una holografía polvorienta del geólogo y aventurero Barringer Zeta, descubridor de este lugar. Barringer fue un típico representante de una época heroica de la exploración espacial, cuando los rápidos avances en la propulsión más veloz que la luz habían difuminado la exploración humana por un millar de mundos, y la Luna se había convertido en un patio trasero semiabandonado y lleno de chatarra en el que apenas vivían unos millares de tipos raros, a un mismo tiempo pioneros y nostálgicos, símbolos vivientes de lo contradictorio de su época. Barringer Zeta era uno de ellos: defensor decidido del progreso y la exploración, por un lado, y observador reluctante del imparable proceso, que ya entonces comenzaba, de destrucción de la silenciosa belleza natural de las piedras lunares, en aras del aprovechamiento minero, de la acomodación de vivienas e infraestructuras, o, simplemente, por causa del desprecio y la negligencia más absolutas. Pero aunque a él debemos este hallazgo, y aunque sin duda su sensibilidad se hubiera visto halagada de haber llegado a ver que este lugar se conserva intacto, dicha conservación no la debemos a él.

Debemos agradecérsela a la inextricable red de rayos desintegradores automáticos y accionados por el movimiento que cubre el lugar. Nada que se dibuje sobre el corto horizonte de la hondonada y cuyo paralaje indique que está a menos de cien kilómetros del suelo sobrevive a ellos. Las latas y desperdicios que van decayendo de las órbitas de los cruceros turísticos se desvanecen en suave e intangible plasma apenas alcanzan la altura crítica; los exploradores más osados, humanos o robóticos, que han intentado adentrarse en los secretos de la Cañada amparándose en blindajes más o menos sofisticados han ido afrontando, a medida que se acercaban a los emisores, una respuesta progresiva, exponencialmente, más eficaz y peligrosa, cuyo incremento de potencia parecía no tener fin, y que si se la provocaba lo bastante, variaba sus modos de ofensiva de formas insospechadas. Muy pocos de los menos insensatos que se dieron la vuelta a tiempo sobrevivieron a la aventura, y a veces la influencia dañina que emana del lugar, de una forma que aún tenemos poco clara, se las arreglaba para alcanzar a los operadores que manejaban los exploradores robóticos, o incluso sólo observaban los datos a través de los monitores. Se han dado casos inclusos de daños resultantes de acceder a las grabaciones visuales más antiguas, causantes de muerte, de mal funcionamiento o de locura, y fue sonado el caso del perturbado al que se le ocurrió hacer cientos de copias de una de ellas y repartirlas por medio de un envío múltiple a una lista de correo.

A eso se lo llama la Maldición de Barringer, y es una suerte que parezca no afectar a los que observan la temible belleza de aquel lugar a través de los estrechos tragaluces de óxido de plomo trasnparente que se hallan en la parte más lejana (al mismo tiempo que más exterior) de los subterráneos donde se halla el Café Regolito: la angosta caverna llamada el Mirador de Barringer. La misma existencia de este mirador es una suerte, una casualidad increíble: fue practicado por el mismísimo Barringer Zeta en su segundo intento de penetrar en la hondonada, cuando el zanco-robot tripulado altamente protegido en el que iba se quedó definitivamente inmóvil y comenzó a doblarse como una vela frente a una hoguera, sometido a la creciente influencia de los desintegradores que una ignota civilización guerrera, tal vez los Antha, dispusiera allí miles de siglos antes. Mientras el blindaje, y la misma armazón del robot que tripulaba se iban lentamente desintegrando, Barringer fue lo bastante astuto para desequilibrar aquella gigantesca figura ya inerme con unas sabias explosiones de bombonas de diversos gases y unas cuantas patadas bien fuertes en puntos estratégicos, de forma que el robot se desplomara apoyado de espaldas sobre el acantilado en cuyo interior se halla ahora el Café Regolito, tipo de terreno en el que el avezado geólogo esperaba encontrar alguna cavidad natural en la que refugiarse.

Como así hizo. Lo que ahora son los tragaluces fueron las grietas por las que pudo refugiarse con material e instrumentos de la muerte invisible que dirigía todas sus fuerzas contra él. Resguardado por los restos menguantes del robot, improvisó con materiales locales y los restos del blindaje, en una idea genial, un tipo de vidrio aislante que pudiera protegerle de la radiación residual y que no permitía la salida al exterior de ninguna luz que pudiera activar los detectores. Tras eso, pudo dedicarse a sus observaciones de aquel lugar enigmático y a pensar en su rescate. Los túneles mineros que ahora llevan hasta allí no existían entonces: Barringer estaba atrapado en una serie de cuevas, geodas llenas de belleza, pero sin salida. Pronto vio que la suerte que le había permitido sobrevivir a su primer encuentro con aquella hondonada maldita (su robot ayudante, al que había enviado a lo alto de una colina con un teodolito se desintegró ante sus ojos, y eso le había hecho ir con más cuidado) no iba a sonreirle esta vez. Tenía aire y provisiones limitadas, y tal vez se sintiera enfermo de una forma dolorosa e indefinida, como tantos otros después que él que han sufrido el efecto secundario de las radiaciones asesinas que se dirigen inevitablemente contra los intrusos.

Tal vez si fuera rescatado con prontitud podría curarse; tenía un emisor de socorro universal, de alta potencia, que sin duda sería recibido en la base más cercana. El problema estaba en hacer llegar los socorros hasta el interior de aquellas cavidades. Tal vez una expedición bien provista de explosivos, pero sería peligroso para él, para sus rescatadores, y casi con toda seguridad arruinaría todos aquelos hallazgos, aquel valle cuyos minerales únicos tan bien se podían estudiar con instrumentos de distancia, aquellas hermosas cuevas sin parangón en toda la mineralogía de la Luna.

¿La seguridad de sus semejantes? ¿La investigación científica? ¿La preservación de la belleza? ¿La locura y el deseo de muerte asociados a la maldición? No se sabe qué motivo pesó más en el ánimo de Barringer cuando tomó su decisión: dejó abundantes notas y registros, pero ninguno sobre esos pensamientos. Sólo se sabe que, meses después de la fecha estimada de su muerte, una emisión automática con todos los datos científicos y avisos de peligro para incautos, procedente de aquella cavidad, fue recibida en Base Clavius. Ahí comenzó la leyenda de Barringer, y la caza del supuesto tesoro que, ya que era tan celosamente protegido, debía esconder aquel lugar.

Las sucesivas muertes y fracasos acabaron provocando el abandono de aquella zona, y el acceso a las geodas se descubrió de forma casual en una cata minera, siglos después. En las cavidades se encontraron, intactos y preservados por el vacío, los registros e instrumentos de Barringer, y los visitantes pudieron comprobar en persona toda la belleza e interés que transmitiera Barringer a los bancos de datos mucho tiempo antes. Hubo al principio gran interés en observar el lugar: fue entonces cuando se inauguró el palacio Barringer, refugio-hotel de cinco estrellas, que, tras muchos avatares, se acabó conviertiendo en el actual Café Regolito, tranquilo y pintoresco, pero hay que reconocer que cutre y sin clientela: lo difícil del acceso, y un cierto miedo a la maldición y a los muchos enigmas que aún encerraba el lugar fueron, poco a poco fueron espantando a los clientes, incluso a los excéntricos adinerados que disfrutan de los misterios.

Porque los misterios de la Cañada Barringer son reales, y algunos estremecedores. Por ejemplo, cuando los mineros llegaron por priemra vez al complejo de cavernas donde, se supone, Barringer concluyó su existencia, el cadáver del geólogo no se encontró por ningún lado. No parece que pudiera salir por los tragaluces, que ytanto sus herramientas como los fuegos destructores del exterior habían fijado a la roca de forma inamovible; se ha explorado con todo tipo de instrumental el complejo de cavernas, y pese a lo que dicen los amantes de lo insólito que siempre dan su opinión sobre estos temas, los conozcan o no, no parece que desde la zona del actual Café Regolito se pueda acceder a una cueva nueva, a una cámara secreta, donde se esconda el tesoro, el maravilloso secreto que ha motivado tantas muertes, y tal vez el cuerpo de Barringer, muerto o vivo, que sobre eso hay opiniones para todo.

De todas formas, de todas las leyendas, bulos y opiniones controvertidas que circulan sobre este lugar, mi meme preferido es la leyenda que dice que, cada vez que amanece o se pone el sol sobre la cañada, extraños fenómenos magnéticos levantan un leve remolino de polvo que la recorre lentamente, deteniéndose un instante sobre cada piedra preciosa y mineral cristalino brillante. Dicen que es el fantasma de Barringer, que tal vez se vio reducido a este estado de polvo viviente como consecuencia terminal de los ataques sufridos, o de la maldición que pesa sobre él.

O tal vez como un premio de consolación, un pequeño acto de piedad que ha tenido con él la inmortal y ciega fuerza que ataca a los extraños, que pese a todo, le ha concedido el privilegio que quisiera tener todo científico sensible, de poder observar lo que hay de hermoso en la naturaleza sin, al mismo tiempo, alterarlo definitiva, irremisiblemente.